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Por Alexis Oliva

La historia nos está dando un privilegio que nos abarca -en ese orden- como ciudadanos y periodistas: asistir a juicios de lesa humanidad que son un ejemplo para el mundo. La contemporaneidad obstruye dimensionar su trascendencia, aunque quizás basta con recordar que para los interesados por los derechos humanos aquellos otros juicios celebrados en los 90, donde se sabía que no iba a haber condenas y solo se podía alcanzar la “verdad histórica”, ya nos parecían un triunfo popular. A febrero de 2014, hay 521 represores condenados y 1.069 procesados desde la caída de las leyes de impunidad.

Por lo tanto, la tarea de cronicar estos juicios implica el primer desafío de comunicar su importancia y desmentir la idea instalada por la prensa hegemónica de que son una suerte de “circo revanchista”, con un libreto escrito de antemano que se interpreta sin resquicios. En realidad, los juicios son una conquista, fruto de muchos años de lucha y de un gobierno que los convirtió en política de Estado. Una conquista que debe ser defendida frente a poderosos adversarios, en cada proceso y cada audiencia, y también en la calle. Por eso el resultado de los juicios suele ser imperfecto: a veces hay absueltos o penas que no conforman. Otras veces hay “descuidos” y algún represor se escapa.

El segundo desafío es refutar de una vez por todas la llamada “teoría de los dos demonios”, aquel engendro elaborado tras la vuelta a la democracia para afirmar que en los violentos años 70 fue tan criminal la izquierda revolucionaria como la derecha que asaltó el Estado para perpetrar un plan de exterminio político, entrega económica y exclusión social.

Sobreviviente de los campos de concentración del Tercer Cuerpo de Ejército, Ana Mohaded escribió un texto, entre la crónica y el ensayo, sobre su retorno al ex campo de La Ribera para una recorrida con la Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas (Conadep) en marzo de 1984. En ese escrito -hoy expuesto en una sala de ese espacio de la memoria- Mohaded recuerda: “Volvíamos para entrar a un campo de concentración y exterminio, pero esta vez como testigos. Un periodista (que recuerdo con cierta bondad), tironeado por la tensión de verdades, por momentos abría un diálogo asignándonos la categoría de seres humanos sobrevivientes del horror, y por otro nos interrogaba cual endemoniados subversivos (por algo habrá sido)”.

Esa ha sido la impronta con que los medios de comunicación hegemónicos han enfocado el tema del terrorismo de Estado desde el retorno democrático hasta mucho tiempo después de que los “dos demonios” dejaran de ser la teoría oficial, el 24 de marzo de 2004, con el discurso del entonces presidente Néstor Kirchner en la ESMA (donde no solo pidió perdón por la inacción estatal, sino que reivindicó la lucha de las víctimas por un país más justo). Esa teoría también ha sido superada en el ámbito jurídico. Sin embargo, muchos medios siguen invocándola cada vez que tienen una oportunidad, como sucedió durante el juicio a Videla en 2010 y sucede en la megacausa La Perla, toda vez que cierto periodismo acompaña el discurso de “culpar a la víctima” esgrimido por los represores y sus defensas.

Otra herencia de las coberturas periodísticas de los años 80 que deberíamos tratar de superar es la truculencia y el morbo. En este caso, hay un dilema de difícil solución: por un lado, la necesidad de informar sobre actos que efectivamente ocurrieron, que se están juzgando y por lo tanto es necesario probar, y que todavía hay gente que desconoce o niega; por el otro, la de respetar a las víctimas y sus familias y evitar el efecto de escarmiento y parálisis política que puede generar la referencia exacerbada a torturas, violaciones y asesinatos alevosos.

Esta inclinación amarillista suele venir acompañada de una hipótesis implícita que explica estos hechos a partir de la maldad humana, desde la imagen de asesinos sádicos y seriales, que -más allá de que en algunos casos lo sean- descontextualiza, despolitiza e impide entender los porqués de un hecho político, económico y social como el terrorismo de Estado.

Sin embargo, en los últimos años se ha comenzado a instalar cada vez con más fundamentos y evidencias la noción de dictadura cívico-militar, que no es nueva, que está en la misma carta de Rodolfo Walsh a la Junta Militar de marzo de 1977, pero que aún cuesta mucho sostener, porque desenmascara a actores institucionales que todavía ostentan poder: empresarios, clérigos, políticos, magistrados…

Esa es una de las líneas de trabajo que los periodistas deberíamos profundizar, porque es la que mejor explica el horror y la que más herramientas nos aporta como sociedad, no solo para que esto no se vuelva a repetir «Nunca Más», sino para que podamos construir el país por el que trabajaron y pelearon aquellos que dieron sus vidas.

* Egresado de la ECI, periodista y docente.